Nuestro presidente ha dicho varias veces que a él lo acompañan las Fuerzas del Cielo. Ahora que está por viajar a China para prosternarse frente al jefe de los “comunistas asesinos”, Xi Jinping, para suplicar clemencia por el vencimiento del bendito préstamo que pidió el kirchnerismo, amplió el macrismo y gerenció el ¿albertismo?, le vamos a recordar una tradición de ese país que puede venirle como anillo al dedo, a la vez que como una seria advertencia. O, simplemente deba relajarse y hacer caso al vocero de la cancillería China, Wang Wenbin: «Si el señor Milei visitara China y experimentara por sí mismo, es probable que llegue a conclusiones muy diferentes sobre la cuestión de la libertad y seguridad del pueblo chino”.
El último período dinástico en China fue el de Qing, sucesora de la Ming y predecesora de la China moderna. Se atribuye a esa dinastía haber construido la noción confuciana del Mandato del Cielo (Tianming), la creencia de que el emperador chino tenía un derecho divino a gobernar que le otorgaba el dios o la fuerza divina conocida como el Cielo (Xian). Así, el emperador tenía un poder absoluto, pero también la responsabilidad de gobernar por el bien de su pueblo al que se le reservaba el derecho de revocar su mandato ante el mal desempeño.
De 1750 a 1790, el imperio Qing alcanzó su mayor extensión territorial. El Emperador Qianlong dirigió un total de diez campañas militares implacables en el interior de Asia que extendieron el dominio Qing sobre amplias extensiones de tierra, el Tíbet, Hainan y Taiwán cayeron en poder del enorme estado construido por los Qing que en su apogeo condujeron el cuarto imperio más grande de la historia. Desde el Himalaya en el oeste hasta el Gobi en el norte, 450 millones de personas vivieron y murieron bajo el gobierno del emperador Qing, conocido como el hijo del cielo.
Sun Yat-sen (1866-1925), padre fundador de la nación china moderna, contribuyó a derrocar la última dinastía imperial de los Qing con la Revolución de Xinhai de 1911. La China moderna, lejos de imitar el estado- nación Occidental se mantuvo inspirado en la filosofía confuciana, estableciendo la República de China bajo la bandera de “un mundo en común para todos”. En lugar de disolver las estructuras e ideas de las dinastías imperiales, la transición del imperio a un Estado moderno se inspiró en el pasado, lo modificó y construyó sobre él: desde los principios de Confucio, tales como la tianxia (lo que hay bajo el cielo) hasta el gobierno burocrático centralizado, pasando por los sistemas meritocráticos tan arraigados aún hoy en ese enorme país. Por eso no es extraño que el marxismo haya encontrado un terreno fértil para desarrollarse hasta nuestros días.
Aunque el Mandato del Cielo terminó oficialmente en el siglo XIX al inicio de la Gran Divergencia provocada por el auge del capitalismo mundial por la cual China comenzó a declinar frente a un Occidente industrializado, Xi Jinping en sus 11 años en el poder, ha deslizado que es portador de dicho atributo. De allí que se lo considere un emperador moderno.
El Mandato podía perderse – en eso difiere radicalmente de los fundamentos monárquicos hereditarios de Occidente – si el emperador era inmoral y gobernaba mal y en contra del bien del pueblo. Este era un argumento utilizado para justificar los cambios de dinastía.
Por eso, cuando hace unas horas los evangelistas estadounidenses han proclamado que Donald Trump es un enviado de dios y el propio Milei asegura estar acompañado por las fuerzas del cielo, es probable que los tres personajes compartan algo de sus ideas, pero sólo es seguro que ambos políticos occidentales son una mala copia de la tradición China.
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