A días de ser reelecto como presidente de la Federación Rusa, Vladimir Putin, se apresta a gobernar seis años más de los 25 que lleva en el poder. Muy difícil conciliar esa figura con un régimen democrático. Pero como me dijo alguna vez mi amigo Dimitri ¿Cómo te imaginás que se puede gobernar semejante bolonqui? Y pasó a explicarme que la Federación Rusa está compuesta por 89 entidades federales, que incluyen 24 repúblicas, 6 territorios, 48 regiones, una región autónoma y 9 distritos autónomos, en la que 148 millones de personas viven en 160 grupos étnicos que – además del ruso que es el idioma oficial – hablan en unas 109 lenguas. En las tierras de Nicolases, y Stalines,“Sólo alguien como Putin podía ordenar eso”- remató.
Para completar, podríamos asegurar que el espíritu de Toqueville nunca sobrevoló esa parte del globo terráqueo que pasó del zarismo y la esclavitud al único experimento prolongado de comunismo en el mundo. En ambos casos, el poder del Estado – y el respeto a las comunidades – siempre ha sido una constante forjadora de su cultura política, en tanto que las ideas de democracia liberal le son más que extrañas. Podríamos concluir que los rusos – vamos a decir los rusos para abarcar a todos – son lo que pueden ser, o son lo que su historia manda y la existencia de Putin es lo que Rusia ha decidido para poder mantenerse incólume aún después de la implosión de la Unión Soviética.
Las primeras etapas del gobierno de Putin estuvieron marcadas por el ordenamiento del paso de la burocracia soviética (crisálida) en oligarquía (mariposa) en su paso hacia la apertura hacia capitalismo salvaje que fue ampliamente bien recibida por Occidente que olvidó el marco represivo y se aprestó a colocar sus multinacionales en territorio ruso y a abrir sus tesoros al oro de los magnates rusos, hasta la guerra con Ucrania, cuando volvieron a ser feos, sucios y malos.
A Putin se le reconoce haber disciplinado a ciertos empresarios, y ya que estaba a toda la oposición política que pusiera en peligro la estabilidad de su mandato. El giro al capitalismo trajo prosperidad urbana y crecimiento de las clases medias, mientras mantuvo al campesinado en su estado crónico de supervivencia; en ese período Putin ancló la importancia de su figura con una mezcla de complacencia e indiferencia públicas.
En su cuarto de siglo en el poder, Putin se ha valido de una gran maquinaria de represión estatal preexistente – tal vez perfeccionada – que le permitió acallar a todas las voces disidentes, encarcelando o asesinando a periodistas, oligarcas díscolos, funcionarios dudosos, activistas y opositores, sin ninguna misericordia y con la frialdad del Príncipe de Maquiavelo.
El otro objetivo de Putin ha sido el de instalar su figura como la de un zar moderno, omnímodo, el sincretismo de ese esplendor imperial, el poder Soviético, respeto relativo a los miembros de la Federación y la fe de la Iglesia Ortodoxa, todo un combo multitarget aceptado por la inmensa variedad de los ciudadanos. Y en esa tarea ha sido tan exitoso como Fidel Castro – en escala micro – o como Napoleón, si se quiere.
Con la guerra con Ucrania se han tensado todos los hilos que mantienen cohesionado su poder, tiene alineada la prensa más que nunca, ha mantenido una posición ventajosa en el campo de batalla y ha esquivado las sanciones económicas más furiosas impuestas por Occidente, amalgamando aún más su figura al haberlas burlado con éxito, hasta aquí. Hasta se animó a pronunciarse sobre la posibilidad de utilizar armas nucleares contra la OTAN, si fuera imperioso.
Pero lo que asoma como verdadero fenómeno político es la supervivencia de Putin como idea, de que por más que muera en su escritorio del Kremlin, alguien ocupará su lugar – sin importar quién, de hecho, jamás ha hablado de un sucesor – que seguirá manteniendo las cosas como están. Tal vez sea eso lo que Occidente no logra desentrañar, o que ya ha visto y no le gusta: la Federación Rusa se mantendrá firme como una de las grandes potencias que se jacta de nunca haber sido derrotada por ningún invasor.
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