Considerado un loco o un genio, Milei transita – sabiéndolo o no – un experimento que está inserto en un marco más amplio que la Argentina. Veamos porqué.
Es bastante evidente que el presidente padece un trastorno bipolar, aunque el médico/periodista Nelson Castro no se haya aventurado a hacerle el diagnóstico, por obvias razones. Allí reside, tal vez, su ramalazo de genialidad loca que lo llevó del raid mediático más intenso al que se haya sometido persona pública alguna, a la presidencia, sin escalas y en dos años. También es cierto que su llegada al sillón de Rivadavia ha sido producto de los errores del peronismo y de los horrores de JxC.
La salud mental no es un requisito para ser líder de una nación, varios ejemplos desde Nerón hasta Hitler dan cuenta de eso. Al final del día lo que sí importa es que ese líder goce del apoyo popular cimentado en que los gobernados mejoran su calidad de vida y sus expectativas de futuro para sí y para las generaciones venideras.
En octubre de 2023 la doctora en Psicología Guillermina Rizzo (MN. 79901) dijo en una entrevista para perfil.com que “según el DSM – 5 (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, 5ta edición) los rasgos del candidato a presidente se encuadran en lo que se conoce como Trastorno Narcisista de la Personalidad»… … “Generalmente estas personas son muy inteligentes y construyen racionalizaciones y argumentos muy complejos que incrementan el concepto que tienen de sí mismos. Se advierte una exageración en sus cualidades y rara vez se hacen cargo de sus errores, generalmente responsabilizan a los otros a quienes tildan de incompetentes. En consecuencia, tienen pocos colaboradores, pues no hay personas a su altura o nivel intelectual. Tiene dificultades para lidiar con quienes piensan diferentes y suelen tener estallidos de ira cuando se los contradicen; necesitan ser admirados y son sensibles a la críticas”. Sus primeras semanas de gobierno muestran estas características en pleno.
El ascenso de Milei se produce en una coyuntura mundial signada por lo que Jared Cohen e Ian Bremmer han denominado nuevo orden tecnopolar en el que las grandes corporaciones privadas de tecnología del mundo desempeñan papeles más amplios y autónomos en la política global. Muchas de estas empresas ejercen poderes casi soberanos sobre el espacio digital y desafían cada vez más a los Estados-nación como actores geopolíticos, tanto por el objeto de su actividad como por el volumen de dinero que manejan. Hoy, la administración Biden lucha a ciegas para imponer regulaciones a la IA y a los efectos de las redes sociales en las personas, aunque sobre ambos fenómenos muchos funcionarios no tengan ideas muy claras. Sobre lo que hay certeza es que la vida tal cual la conocemos está amenazada por los avances tecnológicos que maneja un puñado de corporaciones que, por lo tanto, son más poderosas que el estado, que, a su vez, carga con una importante cuota de descrédito como responsables de los males que repercuten sobre la población (desigualdad, corrupción, ineficiencia, etc.). Ya lo expresó Mauricio Macri el año pasado en una entrevista mencionando que el proceso democrático es “lento” y “dificulta” tomar medidas rápidas en un mundo aceleradamente cambiante.
En este marco, Milei podría verse como la avanzada en el experimento de las corporaciones, por eso Luis Caputo afirma que los “ojos del mundo” están posados en él. Viajó al Foro de Davos para exponerse como adalid del anarco capitalismo desempolvando un relato de ideas rancias con visos de futuro que promueve la aniquilación del estado y la consagración de las fuerzas de los empresarios como modeladoras del porvenir. Ese discurso, repetido en su reciente viaje oficial a Italia – donde no causó ningún entusiasmo – agrada a personajes como Elon Musk simplemente porque van en la dirección de un mundo regido por las corporaciones donde la política es considerada un estorbo, una molestia en el camino hacia un “nuevo progreso”.
La muerte del estado “una asociación criminal” –según Milei – es la muerte de la política a la que desprecia profundamente. Así lo hizo saber cuándo en su asunción destrató al Congreso al que no le dirigió la palabra – ni lo hará el 1 de marzo rompiendo una tradición muy arraigada y respetada – y para el que no ha tenido más que palabras descalificatorias a propósito del tratamiento y rechazo de su “Reforma Constitucional Encubierta”.
Hasta aquí, la genialidad de Milei consiste en haber alcanzado la máxima investidura con un discurso “anti”; por un lado, sintonizando con la frustración de un electorado vapuleado por la crisis y los efectos demoledores de la pandemia, y por el otro, seduciendo a los inversores corporativos y a la economía concentrada con promesas de cambio que, dentro del juego democrático, serán muy difíciles de cumplir en todo su alcance.
También ha sabido construir un relato que el 30 por ciento del electorado ha comprado pero que necesita tener algunos éxitos que mostrar para mantener la llama encendida. Es preocupante que ese relato esté construido sobre bases no democráticas, una historia argentina deformada o parcial y en clave conservadora, aunque con ese agregado de disrupción tecnológica que atrae a los jóvenes y entusiasma a las corporaciones.
En ese contexto, la dolarización se presenta como un camino de doble propósito para el experimento Milei: detener la inflación y destruir la capacidad de hacer política monetaria, es decir, de hacer política y confinar a la Argentina al conjunto de países subordinados a los grandes intereses multinacionales a los que hoy está parcialmente rendida.
Los próximos dos meses serán cruciales para el presidente en los que sus rasgos patológicos podrían jugarle una mala pasada o ser una fortaleza si logra mostrar que el sufrimiento al que está sometiendo a la población tiene alguna recompensa.
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