Relato mata dato

EE.UU., cuna del populismo

Hoy, el término “populismo” es utilizado en forma peyorativa y desde el punto de vista conceptual es una categoría que abarca muchos aspectos, aunque prevalece uno que vincula a las masas con un líder carismático o que se dice representante directo de la voluntad popular. Por eso se llama populista a Hugo Chávez de Venezuela o a Jair Bolsonaro de Brasil, siendo ambos de vertientes ideológicas diferentes. Pero ¿cuándo y dónde nació?

El término ‘populista’ fue utilizado por primera vez en Estados Unidos en la década de 1890 cuando se creó el Partido del Pueblo o Partido Populista.

En la segunda mitad del siglo XIX, en Estados Unidos se produjo un gran crecimiento de la población, se pasó de 31 millones de habitantes en 1860 a 75 millones en 1900, merced a la inmigración europea, al igual que en la Argentina. La economía del país dependía mayoritariamente del sector agrícola y, por lo tanto, predominaba una población rural, que hacia finales de siglo se trasladaría a las grandes urbes provocando una serie de implicaciones económicas y sociales.

El Partido del Pueblo se nutrió de diversas asociaciones como The National Grange of the Order of Patrons of Husbandry – conocida como The Grange, el Greenback Party – o Partido del Billete Verde -, las Farmer’s Alliances – fuertemente influenciada por los evangelistas – y los Knights of Labor – considerado el primer sindicato de trabajadores del país -, todas asociaciones muy populares en el Medio Oeste del país con millones de adherentes, tácticas y objetivos diferentes que tenían como base el descontento respecto al desempeño de los partidos tradicionales. Por eso se llamó al Partido Populista, tercer partido, uno de los tantos que intentaron romper con el bipartidismo imperante.

A raíz del descontento social agrícola, en 1892 consiguieron los avales y liderados por James B. Weaver, se presentaron a la elección presidencial.

Los populistas querían la intervención estatal en la economía – sobre todo para regular las tarifas del ferrocarril -, la reducción de la jornada laboral a 8 horas, disminuir la corrupción en las grandes organizaciones, reformar el sistema electoral y restringir la inmigración. A contrapelo del liberalismo tenían una idea comunitaria propia de la vida pastoril y los diferentes tipos de congragaciones religiosas que integraban.

El propio Weaver, veterano general de la Guerra Civil, miembro del Partido Republicano – al que abandonó – abogado y diputado, publicó un libro (Un llamado a la acción: una interpretación del gran levantamiento, su origen y causas) como parte de la campaña presidencial. En su prefacio hacia su retrato de la época:

“El derecho soberano de regular el comercio entre nuestra magnífica unión de estados y de controlar los instrumentos de comercio, el derecho a emitir moneda y a determinar la oferta monetaria para sesenta y tres millones de personas y su posteridad han sido arrendados a especuladores asociados. Las luces más brillantes de la profesión jurídica han sido desviadas de su relación honorable con el pueblo en la administración de justicia, y a través de la evolución en el crimen la corporación ha tomado el lugar del pirata; y finalmente una plutocracia audaz y agresiva ha usurpado el gobierno y lo utiliza como policía para hacer cumplir sus insolentes decretos. Ha llenado el Senado con sus partidarios, controla la rama popular de la legislatura nacional llenando astutamente la silla del Portavoz con sus representantes, y no ha dudado en alterar nuestro Tribunal de última instancia.”

Y la emprende contra la inmigración europea: “Las clases aristocráticas del viejo país constantemente dirigen a sus turbulentas masas hambrientas hacia los Estados Unidos, como prueba de que las repúblicas no ofrecen refugio ni esperanza a los millones de seres humanos oprimidos.”

Las propuestas de Weaver – que además sostenía que el Imperio Británico seguía gobernando EE.UU. en connivencia con sus pares financistas de Wall Street –  contenidas en su libro, integraron la plataforma del partido. Hoy en día, los estudiosos del populismo conocen bien la Plataforma Omaha y su afirmación de que “el poder del gobierno —en otras palabras, del pueblo— debería ampliarse tan rápidamente y hasta donde sea posible. El buen sentido de un pueblo inteligente y las enseñanzas de la experiencia lograrán que la opresión, la injusticia y la pobreza eventualmente cesen en la tierra”.

Algo así como la Comunidad Organizada estaba en la mente de los populistas, una democracia ampliada que le sacara el poder de las manos a las elites de su tiempo que digitaban desde las ciudades el rumbo de sus vidas.

Esos mismos valores, sumados al desarrollo y apoyo a la sindicalización de obreros industriales impulsó el New Deal del demócrata Franklin D. Roosevelt para sacar a su país de la devastadora crisis mundial de 1929. Roosevelt es catalogado hoy como populista y todavía se discute si fueron sus políticas económicas y sociales las que sacaron su país adelante o lo fue, lisa y llanamente, la Segunda Guerra Mundial y su efecto disciplinador de la sociedad y multiplicador de la economía por el esfuerzo bélico.

Obviamente que Donald Trump abreva en los reclamos de ese Medio Oeste abandonado por demócratas y republicanos, y eso es lo único que lo emparenta con los populistas: haber tomado sus reivindicaciones. Pero ha sido una retórica hábil para captar el voto de los ciudadanos descontentos con su pésima situación económica. En definitiva, lo más importante y duradero de las medidas de su primer gobierno ha sido la reducción de impuestos a los ricos y el intento de desarticular una administración que regule ciertos aspectos de la economía. El tratamiento de la pandemia – el peor desempeño del mundo – es indicativo de su verdadero impulso liberal/conservador.

Una crítica injusta que se le hace al populismo, como una ideología, es que ofrece «soluciones simples a problemas complejos». El Partido Populista promovió universidades populares para ilustrar a sus militantes; Roosevelt, asesorado por los primeros think tanks de expertos académicos, se convirtió en el primer presidente en desafiar – Keynes mediante – la ortodoxia liberal económica que había llevado al mundo a la crisis de 1929.

A lo largo de su historia, los populistas no se oponen al conocimiento en sí, sino a esa ortodoxia – erigida en saber hegemónico – que se ha demostrado fallida en varias etapas de la vida estadounidense: en la defensa férrea del patrón oro durante el siglo XIX, el crack especulativo de 1929, o los recortes sociales y las políticas de austeridad tras las crisis del petróleo de los ‘70 y la explosión de la burbuja bursátil de 2008.

Si bien el populismo actual quiere dar respuesta a problemas que la democracia liberal no parece solucionar – desigualdad, exclusión social, desarrollo, selección de representantes, etc. – lo cierto es que su esencia, algo imprecisa, sirve como revulsivo para señalar las faltas. Sería algo así como el policía bueno del capitalismo (fuerte…)

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Politólogo UBA, Master FLACSO, pelotari Centro Navarro.