El abogado Francesco Cossiga fue el octavo y más joven (57) presidente de la República Italiana entre 1985 y 1992 por la Democracia Cristiana. Antes de llegar a la presidencia había sido electo diputado, en 1958, por ese partido. Además, ocupó el cargo de subsecretario de defensa desde 1966 hasta 1969, Ministro de Administración Pública entre 1974 y 1976 y Ministro del Interior entre 1976 y 1978, posición a la que renunció en 1978 luego del secuestro y asesinato del líder de su partido y ex primer Ministro, Aldo Moro, muerte que algunos achacan tanto a él como a Giulio Andreotti.
A simple vista, nada lo emparenta con Javier Milei, un economista sin lustre académico o de gestión que llegó a la presidencia de forma meteórica, sin partido y sin un plan, al menos conocido.
Sin embargo, existen algunas similitudes. Cossiga ejerció la función pública de forma polémica y disruptiva. Giuliano Da Empoli, en su último ensayo “La hora de los depredadores” lo recuerda así: “Ninguno de los cargos que ocupó había calmado su naturaleza bipolar y sus momentos de exaltación se alternaban con períodos de depresión.” “Ponía toda su maquiavélica inteligencia que lo había conducido hasta la cumbre del Estado, pasando por las intrigas más oscuras de los años de plomo, al servicio de un solo objetivo. Divertirse, y de ser posible arrancarle una sonrisa a alguno de sus amigos y un escalofrío de terror a sus numerosos enemigos”.
Cultor de un anticomunismo militante – un comunismo verdadero y no uno fantasmal como el de hoy – Cossiga no dudó en apoyar a Silvio Berlusconi para hacer frente a la izquierda italiana que durante su gestión como Ministro del interior sufrió la dura represión de “la voz más importante del catolicismo europeo”. De ahí las pintadas que lo identificaban como KoSSiga, en alusión a las SS de Hitler.
Su presidencia fue tumultuosa. Defendió a fuerzas paramilitares y a Licio Gelli de la Logia P2 célebre por actos de corrupción en el Vaticano. Para Cossiga, todos eran “patriotas”. Además, se lo vinculó siempre con la Cosa Nostra siciliana. Es decir, conocía todos los entresijos más oscuros del poder real.
En una entrevista concedida al diario Il Resto del Carlino, en 2008, el entonces senador vitalicio Francesco Cossiga –último cargo que ocupó hasta su muerte en 2010 – realizó declaraciones que reflejan toda una estrategia antidemocrática y violenta que aplicó durante su gestión en los ’70 y que reivindicó para ese momento. El sardo recomendaba a su homólogo de ese momento: “hacer lo que hice yo cuando era Ministro del Interior”, a saber, “infiltrar el movimiento con agentes provocadores” y dejar así que los manifestantes “causen estragos en la ciudad.” A continuación, afirmaba que las fuerzas del orden “no deberían tener piedad” y que tendrían que “mandarlos a todos al hospital”, “pegarles y pegar también a los profesores que les alientan.” Algo no muy distinto a lo que acurre hoy en la Argentina, atemperado por el hecho de que aquí la oposición carece de la virulencia que justifique una escalada de la represión.
A Cossiga no le molestaba que le dijeran que estaba loco – de hecho, su bipolaridad fue diagnosticada en los ‘90 – hasta utilizaba esta “cualidad” porque le servía como excusa y a la vez como recurso de poder. Bajo esa máscara dijo en su momento que el atentado del 11S fue obra de los servicios estadounidenses y del Mossad o que la bomba en la estación de tren de Bolonia – se cobró 85 vidas – fue perpetrado por los palestinos y no por los fascistas. El loco tiene licencia para hacer verosímil la explicación de lo que se le ocurra, retorciendo la realidad sin límites. Algo muy común en la derecha internacional actual.
“La locura es no tener memoria de lo ya hablado, es decir, la pérdida de la facultad de autorreflexión”. Dijo alguna vez Horacio González. En última instancia es la forma de no hacerse responsable, de alienarse.
Hoy muchos líderes e intelectuales miran lo que ocurre con el avance de la derecha y sienten que toda una tradición política basada en la historicidad, escuelas críticas de pensamiento y voluntad de transformación se desmorona y ya no es útil para explicar el avance de una nueva sociedad al galope del individualismo y las nuevas tecnologías. Eso que hasta no hace mucho decíamos: ¡Es una locura!
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